La soledad del raver.

El raver reparte pizzas, es casi imberbe, afeita su escasa barba con una vieja maquinilla Braun de dos cabezales, o estudia minuciosamente los flujos de tesorería, tal como le enseñaron en el MBA Executive cursado en Londres con el dinero de las stock options familiares. El raver vive en una habitación de apenas diez metros, con un viejo armario destartalado, y cientos de cd´s guardados en cajas que apila en una mesa demasiado delgada. El raver marca la contraseña -el título de una novela de Samuel Beckett-, en el control central de su casa domótica, que hace subir con la lentitud de un nocturno de Chopin, las persianas de acero de 150.000 dólares.

El raver apenas piensa en nada, ni en la densidad del tráfico a las 22:35 en el centro de la ciudad, ni en la aplicación de las nuevas normas NIC. El raver sólo espera. Calzar las zapatillas, enfundarse la sudadera. Y entonces ya no es nadie. Sólo una persona cegada por las luces que giran, un derviche químico que siente las líneas de bajo en el estómago. El raver no besa a las chicas que rozan sus pechos mientras bailan frente a él. El raver sólo danza. Como el aborigen que siente la tierra ardiente bajo sus pies. El raver no lleva reloj, no importa el tiempo, si fuera el día ya ha llegado. El raver enjuaga el sudor que entra en los ojos, y da un trago a su botella de agua. El raver lleva gafas oscuras, no sabes jamás el color de sus ojos, tal vez violetas.

Y jamás habla.

La soledad del raver.

lunes, 19 de marzo de 2012

Another broken string.

Fotografía: Pedro M. García Vázquez.

Entonces toda iba en serio, tus últimos tragos a la cerveza mientras me apretabas la mano con fuerza, hasta dejarme oscuras marcas. Cortabas la cocaína sobre una foto en la que sonreías como mirando a la nada, y un laberinto de barro y cristales rotos, acechaba tus últimos días. Entonces todo iba en serio, la marca del suero en la vena, y los libros de James Joyce amontonados sobre el alfeizar sucio y los viejos cigarrilos. Y tus bragas llenas de sangre, y el balbuceo de un niño que intentaba pronunciar tu nombre. Entonces todo iba en serio, absolutamente en serio, como las viejas cuchillas llenas de herrumbre que abrieron tu cuerpo una fría noche de enero.