La soledad del raver.

El raver reparte pizzas, es casi imberbe, afeita su escasa barba con una vieja maquinilla Braun de dos cabezales, o estudia minuciosamente los flujos de tesorería, tal como le enseñaron en el MBA Executive cursado en Londres con el dinero de las stock options familiares. El raver vive en una habitación de apenas diez metros, con un viejo armario destartalado, y cientos de cd´s guardados en cajas que apila en una mesa demasiado delgada. El raver marca la contraseña -el título de una novela de Samuel Beckett-, en el control central de su casa domótica, que hace subir con la lentitud de un nocturno de Chopin, las persianas de acero de 150.000 dólares.

El raver apenas piensa en nada, ni en la densidad del tráfico a las 22:35 en el centro de la ciudad, ni en la aplicación de las nuevas normas NIC. El raver sólo espera. Calzar las zapatillas, enfundarse la sudadera. Y entonces ya no es nadie. Sólo una persona cegada por las luces que giran, un derviche químico que siente las líneas de bajo en el estómago. El raver no besa a las chicas que rozan sus pechos mientras bailan frente a él. El raver sólo danza. Como el aborigen que siente la tierra ardiente bajo sus pies. El raver no lleva reloj, no importa el tiempo, si fuera el día ya ha llegado. El raver enjuaga el sudor que entra en los ojos, y da un trago a su botella de agua. El raver lleva gafas oscuras, no sabes jamás el color de sus ojos, tal vez violetas.

Y jamás habla.

La soledad del raver.

domingo, 3 de febrero de 2013

Sábanas y cucharillas sucias.






Hace apenas diez días que nos conocemos. No fue nada casual, intercambiamos unos cuantos mensajes sobre el cine de la Coixet en una página de contactos, y decidimos quedar para tomar un café juntos. No era como atreverte a decirle algo a aquella chica en el metro que ves todas las mañanas, y un día te armas de valor y le dices un simple: ¿qué tal? ; era frío y propio de los solitarios, de los que apuran demasiados cafés a lo largo del día, a mí personalmente, me recordaba todo aquello, al personaje de la camarera en aquella película de Winterbottom, Wonderland. Ella hablaba de niños pequeños, era voluntaria en el pabellón de oncología infantil, y liaba cigarrillos de tabaco de picadura. Fumar nunca ha sido una costumbre que aprecie en las mujeres, la boca y la lengua les sabe a tabaco en los besos, pero esta tenía unas ojeras violáceas que le daban cierta extraña serenidad a sus ojos. Observaba en silencio cómo se anudaba y desanudaba el pelo, un gesto que parecía cotidiano, revelando sin quererlo sus rutinas, todo aquello que hace sin pensar antes de encender un cigarrillo o irse a dormir. La miré a los ojos por unos instantes, eso parecía incomodarla claramente, pero a mí me parecía ver en aquellos ojos marrones  eternos cisnes girando sobre turbias aguas. Las manos me temblaban, a pesar de ir bajos los efectos de un lorazepam. Le hablé de Antonio Gamoneda, del correlato objetivo y de cómo Panero mojaba croissants en charcos en París. Me miraba con cierto interés y me sentía como el trapecista de aquel relato de Kafka, aquel que leía una y otra vez cuando tenía trece años. Fuimos a comer algo al bar de aquel tipo que devoró el cáncer, y aún seguía cortando jamón, tal vez para aferrarse así a la vida, el bar donde los hijos de mis amigos comen algún trozo de pescado. Hablamos de historias sobre días perdidos en las salas de espera de salud mental, terapeutas cognitivos conductuales e infancias infelices.

He dicho que son apenas diez días los que nos conocemos. Así es. Hemos alquilado un estudio pequeño en un barrio malo, donde por las mañanas los niños de siete años no van al colegio y los yonkies caminan delgados y veloces como si les fuese la vida en conseguir 50 céntimos, y en realidad, es que les va la vida en ello. Ella trabaja de cajera en un Ruiz Galán y a veces se encierra en el pequeño cuarto donde se cambian y lee algunos versos de Rimbaud. Las tardes las paso marchando de casa en casa, llamando a timbres y esperando que bajen ascensores; me esperan adolescentes que aguardan algo del inglés que sé y la literatura que les enseño mientras su padre, guardia de seguridad, duerme ruidosamente para poder cubrir el turno de noche. Tenemos una pequeña ducha, donde apenas queda espacio para nada. Los cuerpos  tan juntos cuando nos metemos en ella, sus pechos grandes rozan mi pecho, y sus labios con tan sólo un movimiento de su cabeza, logran besar los míos. Nos besamos con avidez como si el día fuese a acabarse en ese preciso momento. No follamos allí en la ducha, aguardo a su cuerpo mojado tendido en la estrecha cama plegable. Nos rodean los libros y cuando le lamo el sexo, sus manos descansan sobre algún ejemplar de Verlaine. Y los discos cerca del pequeño hornillo de gas. Ella tiene una colección de chanson française, viejos singles que le dejó su padre, al que no ve desde hará unos diez años. A veces habla de los niños, de esas caras que sonríen cuando viene el payaso voluntario, de los ojos perdidos de las madres, que intentan esbozar algo parecido a una sonrisa, de cómo han aprendido a leer camión aquella mañana. Y las entrañas se laceran por el amor, miras los bajos raídos de sus pantalones, y piensas en todas aquellas mañanas en las que yacías sin fuerzas tumbado en una cama, con un libro de Blas de Otero a los pies.

Te levantas temprano y hace frío y no hay café. Ella aún duerme, enfundada en un pijama del chino del barrio, con un mechón de pelo enredado en la oreja, y el brazo saliendo extendido por debajo de las sábanas. Y es en esos momentos, al igual que cuando habla son esa intensidad de los niños del hospital, cuando lo sientes, el brutal sentimiento de amor que se extiende por la sangre y hace que las vísceras se revuelvan, la angustia por temer que esos momentos puedan desaparecer como lluvia olvidada de una tarde de otoño.

sábado, 2 de junio de 2012

Colchón de 90.


Es un piso pequeño en Lavapiés. 22 metros cuadrados habitables. Lo justo para tener una pequeña cocina para sobrevivir, un colchón de 90 en el suelo, y libros tirados por cualquier lado. Sí, libros. Libros hasta dentro de la bañera. Libros encima de la taza del W.C. Que trataba de ser poeta eso quedaba claro. No sólo lo decían los nombres de las cubiertas de los libros, lo decían todas las veces que solías repetir una misma frase, o las veces que hacías repetir indefinidamente, un tema de A place to bury strangers en el mp3.

En el colchón de 90 pasabas casi todo el tiempo. Tú querías que fuese como aquella cama de Tracy Emin, pero no lo era. Aquello era real. Allí estaban los restos de sangre del 96, cuando te abriste las venas, y te encontró un tipo negro delgado, al que a veces le pasabas algunos valiums, que te dejo tirada en la entrada a urgencias, como quien arroja el cadáver de un viejo caballo por una cuneta. También las cuchilladas que asestó Javier con una tijera, el chico del ojo de cristal azul, cuando mezcló Zyprexa con media botella de White Label, mientras decía que Juan Ramón Jiménez le robaba sus poemas. Esos eran los asuntos importantes, los que escribías en una vieja máquina descascarillada pintada de rosa.

Después estaban las triviliades, tipos que conocías en la parada del cercanías, y que te follabas, y acababan en aquel colchón de 90, con los cuerpos tan cerca, que llegabas a ignorar de quién era el sudor que empapaba tu cuerpo. Días que pasabas allí, con la persiana bajada, en la más absoluta oscuridad, el cabello enmarañado, y una semana con la misma ropa interior. Eras como Ralph Fiennes en aquella película de la que no recuerdas el título.

Y sabías que emular a Panero en aquella foto del cajero automático era inútil. También era inútil recordar, cómo hace veinte años pasabas, la lengua por su rostro tan pálido de británica de diecisiete años. Claro que lo sabías. Pero eso no impedía que escribieses un poema sobre aquello, que leías por veinte o treinta mil pesetas, delante de unos profesores adjuntos de una pequeña universidad que no sabían quién era Sharon Olds.

Allí sentada cosiste tú misma con una aguja sucia todas aquellas heridas en la cara. Y pensabas hundida en aquel colchón de 90, en tu infancia, en todos aquellos jacintos y crisantemos, que eran las flores de los muertos, pero a ti tanto te gustaban. Y llorabas, mientras escuchabas las últimas canciones que grabó Johnny Cash, llorabas y las lágrimas dejaban ver limpios surcos de una piel joven. Tan joven como la mirada de esos ciervos que viste a los seis años, en aquel bosque, donde murió padre, y nunca jamás volviste.

jueves, 24 de mayo de 2012

Una de tus viejas camisas.


Hablas de poesía, de semen y  de sangre, con voz trabada por el alcohol y una sonrisa de dientes podridos. Poco puedo hacer por ti, te digo, mientras busco en los bolsillos algo de dinero. Quieres que te hable de Morrison o Curtis y de la muerte, de aquellas viejas historias de cocaína y belleza, cuando eramos más jóvenes.

Alguien que farfulla unas cuantas palabras en mal inglés se acerca hasta mí, lleva un vestido de lentejuelas demasiado sucio con un tirante roto, como si viniese de una eterna fiesta donde el sol no importa. Pasa su lengua por mis mejillas, tiene corrido el maquillaje de unos ojos verdes como las últimas aguas de un río que ya no existe. Me pide un cigarrillo, y apenas puedo hacer otra cosa que pensar en ti.

Sé que aguardas con la luz apagada tarareando alguna canción de François Hardy. Y lo primero que olvidé fue tu voz, cómo hablabas de todos aquellos días que quedaban por llegar. No importaban los malos poemas que escribías, ni aquellas horribles canciones con una vieja guitarra mal afinada, eras la noche que caía derramada sobre mis brazos cubiertos de sangre, eras la luz primigenia del mundo que cegaba mis ojos. Y ahora, amor, arañas mi pecho trazando palabras en la tierra y en la orina, ahora escupes sobre mi rostro toda tu muerte, el frío aterrador de tu cintura.

viernes, 18 de mayo de 2012

Erik Satie besa mi boca.



Toma un café cargado y 20 mg de Prozac. Enciende un cigarrillo. La cocina está llena de libros, poemarios de Ashbery en el suelo, y encima del calentador de gas un par de novelas deshojadas de Beckett.

Palpa con insistencia las cicatrices de los brazos, las marcas de los cigarrillos que él le dejó cuando ambos planeaban morir. Eran siempre sus planes y sus ideas y su manera de ver el mundo. Un tipo delgado y casi calvo con una camiseta de los Stooges que lo dejó todo por la merca. Los planes de muerte, los cigarrillos, y las citas de Aleixandre. Y las fotos de la Monroe comprando corbatas para su nuevo marido, arrojadas en la bañera y encima del tocador. Qué fácil resulta ahora recordar las noches de noviembre cuando eras un adolescente y leías Los hermanos Karamazov. Entonces estaba todo por decir, y ella vagaba con sus ojos clarísimos por alguna parte del condado de Worcester. Vestías pantalones de cuadros la primera vez que te vi y me abriste un par de botones de aquella camisa de seda negra que tanto me gustaba. Besabas mal, pero tu carne sabía a la mirada de los cisnes muertos. Tú me dijiste que escuchabas a la Chapman, a la Vélez te dije yo.

Te miraba muy cerca cuando lamías los restos de una papelina de speed. Jamás te vi tan bella, ni siquiera cuando paseabas la mirada por unas traducciones de Kavafis que no entendías. Siempre quise tu pequeña navaja de plata, esa que escondías en el fondo de un sucio bolso de ante marrón. Y sabes que te quise. Que te quise tanto. Aunque escuchaste The idiot, y aquel 18 de mayo te colgaste cuando los cuervos dormían.

lunes, 19 de marzo de 2012

Another broken string.

Fotografía: Pedro M. García Vázquez.

Entonces toda iba en serio, tus últimos tragos a la cerveza mientras me apretabas la mano con fuerza, hasta dejarme oscuras marcas. Cortabas la cocaína sobre una foto en la que sonreías como mirando a la nada, y un laberinto de barro y cristales rotos, acechaba tus últimos días. Entonces todo iba en serio, la marca del suero en la vena, y los libros de James Joyce amontonados sobre el alfeizar sucio y los viejos cigarrilos. Y tus bragas llenas de sangre, y el balbuceo de un niño que intentaba pronunciar tu nombre. Entonces todo iba en serio, absolutamente en serio, como las viejas cuchillas llenas de herrumbre que abrieron tu cuerpo una fría noche de enero.


viernes, 9 de septiembre de 2011

Una tipa cuarentona habla de David Lynch

Hemos vuelto para hablarte en voz baja al oido de la sangre en la madrugada, hemos vuelto para que sepas que el hilo que sutura la herida está ya podrido y puedes arrancarlo, hemos vuelto para que en un solo beso derrames todo tu horror.

Hemos vuelto.

miércoles, 9 de junio de 2010

Y aún el dolor no ha comenzado.




Camina descalza sin sujetador en mitad de la oscura tarde de febrero, una vieja cicatriz mal cosida atraviesa su flácido vientre de cincuentona. En uno de los bolsillos de sus sucios vaqueros malolientes, yace su último billete de cinco euros, como el cádaver de un cisne en una pintura prerrafaelita.