La soledad del raver.

El raver reparte pizzas, es casi imberbe, afeita su escasa barba con una vieja maquinilla Braun de dos cabezales, o estudia minuciosamente los flujos de tesorería, tal como le enseñaron en el MBA Executive cursado en Londres con el dinero de las stock options familiares. El raver vive en una habitación de apenas diez metros, con un viejo armario destartalado, y cientos de cd´s guardados en cajas que apila en una mesa demasiado delgada. El raver marca la contraseña -el título de una novela de Samuel Beckett-, en el control central de su casa domótica, que hace subir con la lentitud de un nocturno de Chopin, las persianas de acero de 150.000 dólares.

El raver apenas piensa en nada, ni en la densidad del tráfico a las 22:35 en el centro de la ciudad, ni en la aplicación de las nuevas normas NIC. El raver sólo espera. Calzar las zapatillas, enfundarse la sudadera. Y entonces ya no es nadie. Sólo una persona cegada por las luces que giran, un derviche químico que siente las líneas de bajo en el estómago. El raver no besa a las chicas que rozan sus pechos mientras bailan frente a él. El raver sólo danza. Como el aborigen que siente la tierra ardiente bajo sus pies. El raver no lleva reloj, no importa el tiempo, si fuera el día ya ha llegado. El raver enjuaga el sudor que entra en los ojos, y da un trago a su botella de agua. El raver lleva gafas oscuras, no sabes jamás el color de sus ojos, tal vez violetas.

Y jamás habla.

La soledad del raver.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Una tipa cuarentona habla de David Lynch

Hemos vuelto para hablarte en voz baja al oido de la sangre en la madrugada, hemos vuelto para que sepas que el hilo que sutura la herida está ya podrido y puedes arrancarlo, hemos vuelto para que en un solo beso derrames todo tu horror.

Hemos vuelto.

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