La soledad del raver.

El raver reparte pizzas, es casi imberbe, afeita su escasa barba con una vieja maquinilla Braun de dos cabezales, o estudia minuciosamente los flujos de tesorería, tal como le enseñaron en el MBA Executive cursado en Londres con el dinero de las stock options familiares. El raver vive en una habitación de apenas diez metros, con un viejo armario destartalado, y cientos de cd´s guardados en cajas que apila en una mesa demasiado delgada. El raver marca la contraseña -el título de una novela de Samuel Beckett-, en el control central de su casa domótica, que hace subir con la lentitud de un nocturno de Chopin, las persianas de acero de 150.000 dólares.

El raver apenas piensa en nada, ni en la densidad del tráfico a las 22:35 en el centro de la ciudad, ni en la aplicación de las nuevas normas NIC. El raver sólo espera. Calzar las zapatillas, enfundarse la sudadera. Y entonces ya no es nadie. Sólo una persona cegada por las luces que giran, un derviche químico que siente las líneas de bajo en el estómago. El raver no besa a las chicas que rozan sus pechos mientras bailan frente a él. El raver sólo danza. Como el aborigen que siente la tierra ardiente bajo sus pies. El raver no lleva reloj, no importa el tiempo, si fuera el día ya ha llegado. El raver enjuaga el sudor que entra en los ojos, y da un trago a su botella de agua. El raver lleva gafas oscuras, no sabes jamás el color de sus ojos, tal vez violetas.

Y jamás habla.

La soledad del raver.

sábado, 2 de junio de 2012

Colchón de 90.


Es un piso pequeño en Lavapiés. 22 metros cuadrados habitables. Lo justo para tener una pequeña cocina para sobrevivir, un colchón de 90 en el suelo, y libros tirados por cualquier lado. Sí, libros. Libros hasta dentro de la bañera. Libros encima de la taza del W.C. Que trataba de ser poeta eso quedaba claro. No sólo lo decían los nombres de las cubiertas de los libros, lo decían todas las veces que solías repetir una misma frase, o las veces que hacías repetir indefinidamente, un tema de A place to bury strangers en el mp3.

En el colchón de 90 pasabas casi todo el tiempo. Tú querías que fuese como aquella cama de Tracy Emin, pero no lo era. Aquello era real. Allí estaban los restos de sangre del 96, cuando te abriste las venas, y te encontró un tipo negro delgado, al que a veces le pasabas algunos valiums, que te dejo tirada en la entrada a urgencias, como quien arroja el cadáver de un viejo caballo por una cuneta. También las cuchilladas que asestó Javier con una tijera, el chico del ojo de cristal azul, cuando mezcló Zyprexa con media botella de White Label, mientras decía que Juan Ramón Jiménez le robaba sus poemas. Esos eran los asuntos importantes, los que escribías en una vieja máquina descascarillada pintada de rosa.

Después estaban las triviliades, tipos que conocías en la parada del cercanías, y que te follabas, y acababan en aquel colchón de 90, con los cuerpos tan cerca, que llegabas a ignorar de quién era el sudor que empapaba tu cuerpo. Días que pasabas allí, con la persiana bajada, en la más absoluta oscuridad, el cabello enmarañado, y una semana con la misma ropa interior. Eras como Ralph Fiennes en aquella película de la que no recuerdas el título.

Y sabías que emular a Panero en aquella foto del cajero automático era inútil. También era inútil recordar, cómo hace veinte años pasabas, la lengua por su rostro tan pálido de británica de diecisiete años. Claro que lo sabías. Pero eso no impedía que escribieses un poema sobre aquello, que leías por veinte o treinta mil pesetas, delante de unos profesores adjuntos de una pequeña universidad que no sabían quién era Sharon Olds.

Allí sentada cosiste tú misma con una aguja sucia todas aquellas heridas en la cara. Y pensabas hundida en aquel colchón de 90, en tu infancia, en todos aquellos jacintos y crisantemos, que eran las flores de los muertos, pero a ti tanto te gustaban. Y llorabas, mientras escuchabas las últimas canciones que grabó Johnny Cash, llorabas y las lágrimas dejaban ver limpios surcos de una piel joven. Tan joven como la mirada de esos ciervos que viste a los seis años, en aquel bosque, donde murió padre, y nunca jamás volviste.

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