La soledad del raver.

El raver reparte pizzas, es casi imberbe, afeita su escasa barba con una vieja maquinilla Braun de dos cabezales, o estudia minuciosamente los flujos de tesorería, tal como le enseñaron en el MBA Executive cursado en Londres con el dinero de las stock options familiares. El raver vive en una habitación de apenas diez metros, con un viejo armario destartalado, y cientos de cd´s guardados en cajas que apila en una mesa demasiado delgada. El raver marca la contraseña -el título de una novela de Samuel Beckett-, en el control central de su casa domótica, que hace subir con la lentitud de un nocturno de Chopin, las persianas de acero de 150.000 dólares.

El raver apenas piensa en nada, ni en la densidad del tráfico a las 22:35 en el centro de la ciudad, ni en la aplicación de las nuevas normas NIC. El raver sólo espera. Calzar las zapatillas, enfundarse la sudadera. Y entonces ya no es nadie. Sólo una persona cegada por las luces que giran, un derviche químico que siente las líneas de bajo en el estómago. El raver no besa a las chicas que rozan sus pechos mientras bailan frente a él. El raver sólo danza. Como el aborigen que siente la tierra ardiente bajo sus pies. El raver no lleva reloj, no importa el tiempo, si fuera el día ya ha llegado. El raver enjuaga el sudor que entra en los ojos, y da un trago a su botella de agua. El raver lleva gafas oscuras, no sabes jamás el color de sus ojos, tal vez violetas.

Y jamás habla.

La soledad del raver.

jueves, 24 de mayo de 2012

Una de tus viejas camisas.


Hablas de poesía, de semen y  de sangre, con voz trabada por el alcohol y una sonrisa de dientes podridos. Poco puedo hacer por ti, te digo, mientras busco en los bolsillos algo de dinero. Quieres que te hable de Morrison o Curtis y de la muerte, de aquellas viejas historias de cocaína y belleza, cuando eramos más jóvenes.

Alguien que farfulla unas cuantas palabras en mal inglés se acerca hasta mí, lleva un vestido de lentejuelas demasiado sucio con un tirante roto, como si viniese de una eterna fiesta donde el sol no importa. Pasa su lengua por mis mejillas, tiene corrido el maquillaje de unos ojos verdes como las últimas aguas de un río que ya no existe. Me pide un cigarrillo, y apenas puedo hacer otra cosa que pensar en ti.

Sé que aguardas con la luz apagada tarareando alguna canción de François Hardy. Y lo primero que olvidé fue tu voz, cómo hablabas de todos aquellos días que quedaban por llegar. No importaban los malos poemas que escribías, ni aquellas horribles canciones con una vieja guitarra mal afinada, eras la noche que caía derramada sobre mis brazos cubiertos de sangre, eras la luz primigenia del mundo que cegaba mis ojos. Y ahora, amor, arañas mi pecho trazando palabras en la tierra y en la orina, ahora escupes sobre mi rostro toda tu muerte, el frío aterrador de tu cintura.

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